POR VELIA GOVAERE - ACTUALIZADO EL 10 DE MAYO DE 2017 A: 12:00 A.M.
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El nuevo presidente francés debe asumir una estatura internacional y europea que aún no tiene
Ganó Macron, y sin venderse como coca-cola. Puntualizó, más bien con crudeza, el trago amargo que necesita apurar Francia. Eso enseña mucho. Fue una extraña ruptura con el fácil recurso al mercadeo político infantil que tantas tristes estelas ha cosechado.
Habló al electorado como se discute entre adultos, mostrando todos los grises de la complejidad de los problemas franceses, sin reducirlos a “rutas de alegría”, llenas de simplismos y derroche de fantasías, que después se lloran.
Macron no compitió con promesas embriagadoras, sino con tareas difíciles. Entre la desesperación y la desesperanza, el voto que lo hizo presidente encontró en él una muralla para salvar a Europa y detener las hordas populistas, al menos provisionalmente, mientras se enfrentan problemas para los que no se tiene todavía ni la mayoría parlamentaria ni el equipo de gobierno.
El mundo respira, Europa suspira, y de todas partes llegan parabienes. En Francia, en cambio, Macron entusiasma menos. ¿Cómo podría hacerlo? Su proyecto no vuela con vientos fantasiosos que suscitan vanas ilusiones. Está empedrado sobre duras realidades que demandan sacrificios y sacar fuerzas de los desalientos.
Triunfó la razón, pero sobre un cuerpo político disfuncional y desmembrado. Faltan las jornadas de junio para consolidar mayoría parlamentaria, propia o en coalición. Luego se necesitará el talante para llevar a cabo un programa que levantará roncha. No olvidemos que la reforma laboral que puso a Hollande de rodillas es el mismo diseño de Macron, como ministro de Economía, y que volvió a defender en campaña.
Amenaza viva. Derrotada la derecha extremista, su amenaza perdura alimentada de frustraciones. Apenas detenida en su avance tumultuoso, el Frente Nacional jamás tuvo tanto arraigo como ahora. Con 11,7 millones de votantes, Marine Le Pen más que duplicó los votos de su padre, cuando Francia se unió detrás de Chirac para detenerlo, hace 15 años.
Francia sigue dividida. Sus problemas, al rojo vivo: un desempleo histórico del 10%, una economía estancada, una precaria seguridad nacional amenazada por el terrorismo islámico, formidables asimetrías territoriales, con regiones enteras abandonadas y olas de migrantes que no cesan de amontonarse en sus fronteras.
En el horizonte cercano, hay otras realidades desafiantes. Existe innegable insatisfacción con esa Unión Europea, no aquella quimera soñada, sino la que solo ofrece como futuro pagar a tiempo las deudas públicas. Y Putin, Erdogan, Asad y, ¿por qué no decirlo?, Trump, cada uno con sus propios desafíos.
En Holanda, primero, y ahora en Francia, se vivió el desplome de las corrientes de posguerra, con una socialdemocracia desprovista de credibilidad, una derecha desnutrida de perspectivas y ambas abrazadas, entre sí, como perlas del collar elitista que asfixia a los franceses. Ambas corrientes coqueteaban intensamente con los prejuicios existentes, a la derecha y a la izquierda, entendiéndose entre sí y desdibujando las fronteras que pudieron haber tenido.
Vocabulario electoral. Con vocabulario inédito y provocador, Macron se puso fuera de ese vicioso juego. Habló sin tapujos de su apego a una Europa unida y no cedió terreno a los descontentos. A la Francia desempleada le dijo que la excesiva protección de la estabilidad laboral alejaba inversiones y aumentaba cesantía.
A los obreros afligidos por el traslado de sus fábricas a Polonia, tuvo el coraje de hablarles sin falsos reduccionismos ni soluciones ilusorias. Aclaró con franqueza hasta dónde podía el Estado resolver sus problemas y hasta dónde no.
Al miedo frente al surgimiento incesante de barriadas de migrantes, contrapuso la solidaridad para integrar a los expatriados por el hambre y por las guerras. Es realmente inspirador que un vocabulario electoral de tal honestidad tuviera la fuerza para llevar al poder a un joven de 39 años, neófito en la política y ajeno a las estructuras partidarias. Sinceridad en la política: rara avis.
Macron rompe todos los prototipos de personalidades políticas a las que estamos habituados. Nada en él es convencional. No lo es tampoco en su vida personal, cuando cursando secundaria se enamoró de su profesora, 24 años mayor, y, menos convencional aún, cuando, contra viento y marea, fue fiel a sus sentimientos.
¿Viene al caso hablar de su vida privada? Yo creo que, en este caso, sí. Ese coraje para enfrentar prejuicios y esa firmeza de convicciones son símbolos para creer en él, dicen los franceses, hartos de escándalos palaciegos, con presidentes que visitan a amantes clandestinos en motocicleta o se casan con vedettes. En efecto, para él nada es trivial, ni siquiera el lugar escogido para su discurso de victoria.
Lugar simbólico. En Francia, al celebrar sus laureles, los presidentes elegidos siguen tradiciones de partido. La Plaza de la Concordia contempla los éxitos de la derecha y la Bastilla, los de la izquierda. Macron lo celebró en el Louvre. No fue una escogencia casual, sino una referencia histórica a la reconciliación.
La guerra de religión, entre hugonotes y católicos, que dividió a los franceses como nunca, vio su fin con un acto de concordia, el Edicto de Nantes, emblemático primer edicto nacional de tolerancia religiosa de la historia.
Eran los tiempos del buen rey Enrique IV, cuya mayor ambición era “poner los domingos un pollo en la olla de cada campesino francés”. Ese rey puso su sede de gobierno en el Louvre. Por eso, el discurso de victoria de Macron tiene un poderoso simbolismo histórico de tolerancia en una Francia fragmentada. Pero, como dice un ilustre contemporáneo, cuyo nombre ya quedó en nuestra historia, “no es lo mismo verla venir que bailar con ella”.
El punto es que los problemas de Francia tienen raíces más allá de sus fronteras, y Macron debe asumir una estatura internacional y europea que aún no tiene. Mientras la socialdemocracia desfallece, de nuevo, en Alemania, Macron no puede ni enfrentar ni ponerse a la sombra de Merkel. ¡Vaya encrucijada en su hora cero!
La autora es catedrática de la UNED.