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POR VELIA GOVAERE - ACTUALIZADO EL 27 DE MARZO DE 2017 A: 12:00 A.M.

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Vivimos una situación de pérdida de representatividad política, de orfandad partidaria

Holanda respira apenas y, con ella, Europa, sobre cuyo cuello todavía resopla el aliento nauseabundo de la bestia negra, xenófoba y antieuropea. Frenó a Geert Wilders una participación masiva en las urnas y con eso puso una brida temporal al populismo desbocado, pero en los Países Bajos realmente no se jugaba el peligro de un régimen nacionalista y aislacionista, sino solo su ascenso.

Incluso con más votos, Wilders no habría podido formar gobierno. Tampoco perdió terreno, pues ganó cuatro escaños. Un mejor desempeño le habría ofrecido solo unos asientos más, pero, claro, mayor susto a Europa.

Pasado este incómodo trance, la batalla decisiva será en Francia. Ahí sí que se juega la supervivencia del euro y de la Unión Europea, así como de los valores que definen una democracia pluralista y tolerante. Por eso las próximas elecciones francesas concentran todas las miradas. Otra vez queremos pensar que lo improbable es imposible, paso mental poco juicioso que quiere influenciar las probabilidades con la fuerza de los deseos.

Esta vez, de nuevo a nuestro gusto, las encuestas nos dicen que Marine Le Pen perdería, en segunda vuelta, contra Emmanuel Macron, pero esos bálsamos lenitivos no deberían tranquilizar nuestros ánimos. Ya hemos vivido victorias de lo inverosímil y deberíamos haber aprendido a mirar más allá de lo evidente. Así que podemos llevarnos otra sorpresa desagradable que cambiaría de un cuajo todas las premisas del orden político establecido. Ese terremoto abriría una predecible caja de Pandora: echaría por tierra el proyecto comunitario, dislocaría el euro, precipitaría un caos financiero y desencadenaría inestabilidad política en todo el mundo.

Sentimientos anti-UE. Aun si Le Pen fuera detenida, su empuje nos dice algo insólito, y eso nos debería, por sí mismo, poner los pelos de punta: la xenofobia y la animosidad contra la Unión Europea congregan ya, bajo esas banderas, al partido más grande en la patria del racionalismo cartesiano. Eso es una muestra alarmante del deprimente estado de la situación política europea.

Incluso con la derrota de Le Pen, los peligros hacen cola, en elecciones sucesivas. Le sigue Alemania con un ascendente AfD que, si todavía no despierta preocupación, es peligro creciente. Luego viene Italia, con una amenaza cada vez más estructurada del Partido Cinco Estrellas. Cada pieza de ese terrible dominó espanta con el derrumbe de un sueño que cumple 60 años, desde el tratado de Roma, en 1957.

Detener a Le Pen saca a Europa de cuidados intensivos, no del hospital. Estamos en sociedades enfermas de ideales humanistas perdidos, donde, en medio de corrupción y abandono de banderas, se desintegra el sentido de pertenencia político-partidista, se rompe la cohesión social y queda colgando del aire un caudal ciudadano que no se siente representado en el orden político. ¿Suena familiar?

Derrumbamiento. Hablando de desencantos partidarios, si Wilders no ganó, quien realmente se derrumbó fue la socialdemocracia holandesa (PvdA), que fue otrora el primer partido y está hoy a la cola, detrás de casi todos los que tienen representación parlamentaria.
Eso ocurrió después de haberse asemejado al neoliberalismo del partido de Rutte, precarizando la estabilidad laboral. Holanda, con el menor desempleo de Europa, es también primera en empleos temporales, donde para hacer un ingreso se necesitan dos o tres trabajos parciales.

No desaparecieron los temas tradicionales, sino los paladines de una izquierda asimilada a la derecha, que dejó orfandades enteras de representatividad obrera, alimentando las hordas populistas.

Eso ocurre también en Francia, donde Hollande asumió el estandarte de Sarkozy, queriendo imponer una flexibilidad laboral a la neerlandesa, lo que hizo que se desplomara la popularidad del socialismo francés.

Por su parte, en esa avalancha de decepciones, la derecha no esperó las elecciones para mostrar su vieja corruptela, representada, esta vez, por el insultante nepotismo de Fillon. Eso dejó enormes espacios vacíos de decencia básica y de representatividad política, suelo fértil donde se abonan todos los abandonos, con sus miedos y prejuicios.

Allá y aquí, vivimos una situación de pérdida de representatividad política, de orfandad partidaria, donde las agrupaciones tradicionales ya no tienen arrastre ni credibilidad.

El viejo antagonismo entre la justicia social y el capitalismo “puro y duro”, preconizados por partidos que se reclamaban de izquierdas o derechas, vieron cómo se desdibujaban sus líneas divisorias, mientras los temas sociales perdían quijotes.

Los viejos ideales de equidad social y acceso a oportunidades aparecen con el formato de nuevas rebeldías que ven ahora la luz del día. Ahí está, entre otras, la revuelta de las periferias contra las ciudades, las brechas regionales contra las metrópolis, concentración de los desequilibrios.

Cinturón industrial. Es el rust belt americano en tierras francesas. El apoyo a Le Pen es directamente proporcional a la lejanía de los grandes centros urbanos y al nivel educativo de los votantes, también menor según su distancia de las ciudades. Basta con una separación de 50 kilómetros desde cualquier ciudad mediana para que gane Le Pen.
En los mismos Estados Unidos, no todas las fábricas que se fueron tomaron rumbo a China. Muchas simplemente emigraron a las costas, donde los demócratas siguieron ganando, como en todas las ciudades mayores a un millón de habitantes.
Macron, un outsider de los partidos tradicionales, puede salvar el día en Francia. Pero su pobre estructura partidaria le priva de los operadores parlamentarios que necesita para poder implementar las transformaciones que propone.

Su popularidad es producto más del vacío existente que de sus propuestas. Si triunfa y no resuelve, el ascenso del neofascismo seguiría con su cabeza erguida y aún más amenazante. Mientras sigan sin resolverse los problemas de fondo, con cada nueva cita electoral, volverá a trepidar el abismo que nos acecha, aquí y allá.

 

La autora es catedrática de la UNED.