POR VELIA GOVAERE - 8 de Abril 2019
Ambos líderes, Theresa May y Jeremy Corbyn, tendrán que decidir entre salvar a sus partidos o salvar a su país.
Salvar al país o salvar al partido. Ese es el angustiante dilema del brexit. Un divorcio de la Unión Europea (UE) sin acuerdo sería el caos. Así describen la mayoría de los parlamentarios británicos el desastre inimaginable que significaría para el Reino Unido una salida abrupta y desordenada. Lo comprenden los legisladores más sensatos, quienes, sin embargo, no se ponen de acuerdo en alguna forma de retiro concertado con la UE.
La única manera de alcanzar consenso depende de cruzar las filas partidarias. Pero hacerlo y conseguir los votos para una alternativa ordenada significaría probablemente la ruptura de ambos partidos. En el seno de ambas corrientes británicas tradicionales, los disensos son más fuertes que nunca.
Bajo el liderazgo de Corbyn, los laboristas se enfrascan entre facciones. Unos exigen un segundo referendo; otros, el respeto a aquellos resultados del 2016, cuando una exigua mayoría del 52 % optó por irse de la UE.
El fraccionamiento laborista es realmente agudo, al punto que Emily Thornberry, responsable de relaciones exteriores del laborismo, se saltó la disciplina partidaria. Escribió una carta pública exigiendo que todo acuerdo aprobado por el Parlamento debía ser sometido a una ratificación popular, cuya boleta de votación incluyera, además, la opción de permanencia en la UE.
La mayoría de los diputados laboristas la apoyan y también cuenta con el respaldo de los principales sindicatos, para espanto de Corbyn, líder de un partido que, en 1900, fue fundado precisamente por sindicatos. Al otro lado del espectro laborista están los “socios” más cercanos de Corbyn, eterno euroescéptico. Ellos ven en la crisis del brexit una oportunidad electoral de colapso de sus rivales conservadores.
Efectivamente, entre conservadores, la situación es todavía más preocupante. El partido está fracturado en partes casi iguales. Una escasa mayoría recalcitrante apoya la salida a toda costa. Otra quiere alguna forma de salida ordenada. Esa división ha conducido a dimisiones al gabinete y a renuncias de diputados al partido. El bipartidismo tradicional británico tiembla.
Corriente dominante. Pero más allá de líneas partidarias, el 27 de marzo, entre todas las alas políticas del Parlamento británico, 401 miembros se pronunciaron en contra de una salida sin acuerdo. Esa es la corriente dominante. Más del 60 % de la Cámara Baja se niega a salir desordenadamente. Solo 170 diputados son extremistas de una ruptura a toda costa.
A medida que pasaban los días, y con la fecha de salida a las puertas, la necesidad de tomar una decisión se precipitó sin luz al final del túnel. De esa emergencia surgió, el 1.° de abril, un último intento por hallar una salida legislativa, con cuatro opciones.
Fue un último esfuerzo para alcanzar, como por arte de magia, una conciliación espontánea entre fracciones, sin llegar a una clara y abierta negociación entre las direcciones de los partidos.
Intento fallido. Aunque por una escasa diferencia de 276 votos contra 273, la propuesta de Kenneth Clarke fue derrotada. Clarke retomaba el acuerdo de May con mejores precisiones políticas.
Lo que había concertado May con la UE era salir y entrar en una unión aduanera temporal, mientras se negociaba un acuerdo definitivo. Este acuerdo ha sido tres veces derrotado. En cambio, la propuesta de Clarke es la que más cerca ha estado de triunfar. Ella precisa que las negociaciones futuras tendrían como objetivo una unión aduanera permanente, con la expectativa de lograr, adicionalmente, una voz en futuros acuerdos comerciales negociados por la UE.
Mínimamente derrotada, esa propuesta era casi la misma de Corbyn en un intercambio de misivas con la ministra May, a comienzos de año. Por eso, la moción de Clarke no solo habría asegurado los votos laboristas, sino, también, establecido un mandato jurídicamente vinculante para las futuras negociaciones con la UE, que evitaría la imposición de fronteras en Irlanda.
Pero la propuesta de Clarke no pasó y su derrota dejó a la deriva una solución negociada del brexit. Lo impensable para los británicos tuvo que darse. Es decir, lo que pensaríamos nosotros que debió haber sido el primer paso elemental: visitar las tiendas contrarias, buscar un acuerdo negociado, ceder posiciones, encontrar una salida concertada.
En eso, Costa Rica está sorpresivamente muy adelantada con respecto a los políticos británicos y, también, para aflicción democrática universal, los partidos británicos aparecen sorprendentemente disfuncionales.
May buscó conversaciones con Corbyn exactamente dos años después de invocar el artículo 50 de salida de la UE. El día que debió haberse producido el divorcio, May estaba apenas comenzando a tender una mano a su contrario para encontrar auxilio y hallar juntos una fórmula que evitara el caos.
La movida fue un terremoto en un partido que amenaza ahora con la rebeldía. A Corbyn también lo puso en un compromiso. Ya no puede dejar que los conservadores respondan por la debacle nacional, para beneficio electoral propio. Tiene que asumir responsabilidades. Pero eso también enciende una chispa de división entre sus filas. Ambos líderes, May y Corbyn, tendrán que decidir entre salvar a sus partidos o salvar a su país.
Ahí estamos. Juntos, May y Corbyn, podrían tener los votos para esa añorada solución concertada, probablemente bajo alguna forma de la propuesta de Clarke. Pero ya no hay tiempo antes del 12 de abril.
May pidió otra extensión del plazo de salida, hasta el 30 de junio, y expresó su disposición a participar en las elecciones al Parlamento Europeo de finales de mayo. Los próximos días serán decisivos. Pero siempre ha sido así. La UE también está dividida entre tenerles paciencia a los británicos, como recomienda Merkel, o pasar la página, como desearía Macron, para ver si algún día se pueden discutir, al fin, sus reformas. La UE ha estado maniatada entre las cuerdas de un interminable brexit.
La autora es catedrática de la UNED.