POR VELIA GOVAERE - 01 de Setiembre 2019
Las maletas están listas: a dos meses de que se cumpla el plazo para salir de la UE, ‘el premier´ no da marcha atrás.
Inescrutable y sibilina, como novela de suspenso, el brexit se precipita a un desenlace inopinado. Nadie habría vislumbrado que el referendo del 23 de junio de 2016 pondría en tal tensión las fibras más sagradas de la democracia británica. El recién designado, que no fue electo, Primer Ministro (PM) británico está enviando al parlamento a receso forzado, para impedir la deliberación de una decisión trascendental: la salida del Reino Unido de la Unión Europea, sin relación futura negociada. Es un salto al vacío, sin control legislativo que muchos llaman “golpe de Estado”. Es, en todo caso, el abuso de una respetable tradición no escrita, que no contaba con el talante despótico de un Boris Johnson.
La tradición faculta al PM un corto receso parlamentario antes de presentar su plan de gobierno. Johnson pidió cinco semanas, justo cuando se precipita el 31 de octubre, fecha tope de salida. En la catedral de Oxford se agitan los restos de Locke, padre de la separación de poderes que define la democracia.
Salir o no de la UE, ya no es el punto, sino cómo hacerlo sin caer en un abismo de pronóstico reservado. El escenario de acción es el Parlamento del Reino Unido (RU), enredado hasta la impotencia entre venerables tradiciones. Sus protagonistas, los miembros del Parlamento, impelidos a encontrar una salida sensata en el laberinto de patriotadas partidistas. Frente a la inminente suspensión legislativa, el pueblo se lanza a las calles para atajar a Johnson y evitar un brexit salvaje.
Condenados por las urnas. Hace tres años, se puso en referendo la disyuntiva inverosímil de decidir seguir en la UE o salirse. A ese desatinado predicamento se llegó por razones de escaso interés ahora. Un tema de tal complejidad y trascendencia nunca debió ser sujeto al volátil y desinformado discernimiento popular. Pero todo se sumó para el insólito veredicto de las urnas. Descontentos, abandonos de la globalización, rebeldía de las periferias, desinformación y manipulación en redes sociales focalizadas alimentaron avalanchas de falsedades y promesas insostenibles. Apenas un 3,8% de votos marcó la salida.
Fue una ajustada decisión democrática. Pero, además, incompleta, porque se decidía salir, pero no cómo hacerlo. Esa decisión trunca, cargada de presagios funestos, daba por descontado algún tipo de acuerdo de futuras relaciones. Falsa premisa. Tras dos años de negociación y tres votaciones en el Parlamento, el arreglo alcanzado por Theresa May no logró aprobación legislativa. Plazo tras plazo fue venciendo, mientras el mundo contemplaba atónito la impotencia británica para salir del embrollo. Cayeron plazos de salida, uno tras otro, hasta el perentorio 31 de octubre de 2019. Ante su incapacidad, luego de 2 años, 10 meses y 22 días, haciendo literalmente un puchero de lágrimas, Theresa May renunció.
Precisa saber que en el RU no se vota por personas sino por partidos. Desde 1911, el partido con mayoría parlamentaria escoge al Ejecutivo por un período de 5 años. May había sido electa en 2015-2020 en elecciones generales, convocadas por ella misma, para fortalecerse en la negociación del brexit. No logró eso. Con apenas 312 parlamentarios de los 326 necesarios para hacer gobierno, el Partido Tory necesitó una alianza con el Partido Unionista Democrático de Irlanda del Norte.
El principio del fin. Como el período legislativo sólo puede interrumpirse cuando un PM pierde un voto de confianza, la renuncia de May no precipitó elecciones generales, sino que fue simplemente reemplazada por alguien escogido por el partido. Después de varias rondas eliminatorias, los 312 parlamentarios conservadores presentaron dos finalistas para que los miembros registrados del partido escogieran por correo. Las preferencias se decantaron por Boris Johnson, gran instigador de la retórica antieuropea y primer promotor del brexit, reputado patrañero como periodista del Times, donde había despedido por falsificación.
La escogencia de Johnson era de esperarse. Mientras May había sido electa por más de 13 millones de votantes, Johnson fue escogido por apenas 125 mil afiliados al partido tory, sólo el 0,2% de la población. Las características sociodemográficas de ese segmento son apabullantes. El 56%, en edad de retiro y sólo el 28% tiene menos de 46 años. Su mayoría son hombres de alto ingreso, con mentalidad anclada todavía en la nostalgia del imperio. Johnson era su hombre y llegó a poner una chispa de majadería sobre una pradera seca de sensatez.
¿Y la oposición? ¿Cuál oposición: al brexit, al partido conservador o a una salida sin acuerdo? La oposición al brexit podría tener mayoría. Eso no se sabe. Pero la oposición a una salida sin acuerdo es masiva. La misma combinación de contradicciones que llevó al referendo obliga ahora a la clase política británica a desafiar su revelada impotencia y tomar un rumbo.
Johnson manda a receso al Parlamento. No quiere que el Legislativo encuentre forma de detenerlo. ¿Qué va a pasar? El martes se explorarán opciones para frenar a Johnson. Si eso falla, queda pedir un voto de desconfianza contra Boris.
El tiempo se agota. Si hubiera voto de censura y tuviera éxito, habría solo 14 días para formar gobierno. Eso tiene que ser esta semana, apenas a tiempo para pedir otra prórroga, llamar a elecciones y, tal vez, un nuevo referendo. Pero el RU se debate entre visión de nación y tribalismo partidario.
Costa Rica sabe lo que es estar entre la olla y el sartén. En febrero de 2018, preclaros políticos criollos no pudieron superar viejas inquinas y apoyar sin equívocos la elección de Carlos Alvarado.
Yo llamé, entonces, por un voto defensivo, no de predilección. Más de un prócer me dio silencio por respuesta. Rodolfo Piza dio paso al frente y su gesto ganó el día. Nobleza obliga reconocerlo. Pero en la cuna de la democracia todavía se mojan los pañales. Por las calles de Londres, miles de miles llevan velas, como Diógenes, buscando un hombre, un Rodolfo Piza británico que detenga el golpe de Johnson.
La autora es coordinadora del OCEX y catedrática de la UNED.