POR VELIA GOVAERE -
Lugar común, casi apodíctico, es calificar la gestión de Trump como movimiento telúrico del orden mundial. Sus disrupciones son legión. El calentamiento global, percibido como amenaza real, condujo la civilización a un acuerdo decisivo. Trump lo echó por la borda. También dejó paralizado el mecanismo de solución de diferencias de la OMC. Fracturó el sistema occidental de alianzas de la OTAN y socavó el rol de su país, como referente obligado de la defensa europea. Quedó, como idea matriz, Trump contra el mundo.
Su retiro de tropas de Alemania abre un flanco a Rusia, que profundizará su escalada caótica desde Ucrania hasta Oriente Próximo. Turquía fue envalentonada a revivir nostalgias otomanas. En el enrevesado conflicto entre Israel y Palestina, Trump descarriló décadas de diplomacia. Las relaciones entre Israel y Emiratos Árabes refuerzan el frente sunita contra Irán y alimentan una carrera armamentista. Eso es presagio funesto porque Trump rompió el acuerdo nuclear con Irán, dejando sin control lo que puede convertirse en la mayor amenaza mundial. Sin decir nada de la sensación de abandono de los palestinos.
Imposible un recuento corto de impericias que, a palos de ciego, por ignorancia o diseño, dejan al mundo todavía más volátil. En todas partes quedaron truncos procesos de mayor estabilidad. En el desorden resultante, la gran pregunta es hasta qué punto un cambio de conducción de política exterior de Estados Unidos podrá revertir esas tendencias desestabilizadoras.
Nada es más relevante, histórico y estratégico que remediar la caótica conducción de la competencia con China por la hegemonía mundial. China pudo desarrollarse en mercados abiertos dentro de un marco de cooperación y convivencia diplomática. Trump rompió esa armonía. De forma simplista, la asumió sólo como rival en todos los campos. Torpe presunción que desconoce las mil formas en que China se entrelaza en el tejido planetario.
La caída del muro de Berlín abrió un período histórico de estabilidad política, expansión comercial y fortalecimiento de alianzas estratégicas que apuntalaron la estabilidad y previnieron enfrentamientos económicos y conflictos armados. El entorno derivado de ese entramado favoreció el surgimiento de revoluciones tecnológicas que nacieron casi simultáneas.
Así nació y creció la globalización. Bajo sus premisas se alinearon las estrategias de desarrollo de naciones y regiones. Fue imposible sustraerse a sus paradigmas de apertura comercial, movilidad de la inversión extranjera y búsqueda de eficiencia de costos. Con esos signos se consolidó la manufactura, en distanciadas cadenas de valor. Las capacidades humanas rinden servicios transfronterizos cada vez más sofisticados. Las naciones desfavorecidas pudieron optar por acceso a capitales mundiales ofreciendo el propio atraso de su consumo interno como ventaja de inversión.
Ese dinamismo de producción por eficiencia de costos fue ocasión que aprovechó China para conectarse al mundo, sacando ventaja de su gigantesca fuerza laboral, hasta ese momento subutilizada. La llegada masiva de inversión le permitió convertirse en la gran fábrica mundial de bienes y eso fue sólo el primer paso. Su sostenido crecimiento económico y sus propias ganancias por exportaciones se tradujeron en innovación, infraestructura, desarrollo territorial y consolidación de un inmenso capital humano, formado en las mejores universidades del mundo. También pudo engranarse en procesos decisivos, asumiendo liderazgo en la lucha contra el cambio climático y en el desarrollo de tecnologías avanzadas en todos los campos.
Los resultados del desarrollo multifacético de China redundaron en una sofisticada red de impactantes interacciones. China es el segundo mayor tenedor de deuda de Estados Unidos, las universidades norteamericanas dependen de sus ingresos por la matrícula de estudiantes chinos, mucho del valor accionario del capital industrial de las empresas norteamericanas está radicado en China y este país se ha convertido en importante inversionista de la infraestructura de Asia, Europa y América Latina. La Nueva Ruta de la Seda llega ya a Duisburg, al noreste de Alemania, con casi 9 trenes diarios, en plena pandemia. No es simple competidor sino parte integrante de la savia que alimenta las venas de la economía mundial. ¿Quién quiere desangrarse?
Trump malentiende la fuerza de los hilos chinos en el delicado entramado de las relaciones internacionales. Romper uno de sus nodos más cruciales sólo puede debilitar la malla que sostiene el progreso y la estabilidad mundial. No hay un China y un nosotros. Sin China, ninguna política global tiene visos de sostenibilidad. La comprensión de esa compleja realidad es componente esencial de cualquier política sensata.
Pero Trump se disparó en el pie al poner a China como eje estratégico del reposicionamiento de Estados Unidos. Su guerra comercial castigó más a las empresas locales que a las chinas, con un decrecimiento de capitalización de 1,7 billones de dólares, según la Reserva Federal de New York. El ajustado triunfo de Trump reveló el impacto de la pérdida de dinamismo industrial a favor de China. Es parte del problema, pero la solución no es un enfrentamiento generalizado. Cada tema debe abordarse en su especificidad y con estrategias adecuadas. Demasiada finesa intelectual para el inquilino de la Casa Blanca.
Un nuevo huésped en la Oficina Oval tendrá las manos desbordadas de desatinos que reparar. Todos los escenarios demandan redefinición de rumbo. En algunos, como el europeo, existe una historia compartida de respaldo. En otros, como Oriente Cercano, la mala trayectoria previa hace difícil posicionarse con liderazgo. Con China, el panorama no es claro porque la rivalidad es real. Trump la atendió torpemente, pero no es sencillo, tampoco, dar marcha atrás. Después del americano feo, su sucesor tendrá que hacer demasiadas enmiendas y encontrar nuevas vías de convivencia.
La autora es coordinadora del OCEX y catedrática de la UNED.
Artículo publicado en Periódico La Nación, 21 agosto 2020.