POR VELIA GOVAERE -
La historia está marcada por instantes de luz. Sorprenden en medio de las sombras más oscuras. “Justo antes de amanecer”, al decir de Azofeifa. Son brotes de vida que irrumpen en la superficie árida de una tierra seca. Revelan raíces escondidas que, como todo lo esencial, son invisibles a los ojos. Cuando los peores rasgos de la inquina y el prejuicio roban el escenario de la sociedad del espectáculo, un nuevo guion esperanzador se articula detrás de bambalinas.
Son las primaveras de los pueblos. No siempre rompen la crudeza del invierno, pero son síntomas claros de un cambio de siglo. Las acciones públicas de los poderes políticos tienen grandes impactos momentáneos, muchas veces caóticos. Siempre aparecen personalidades nefastas echando al trasto la laboriosa construcción civilizatoria de generaciones enteras. Es el poder de la entropía social, cuando la capacidad destructiva del desorden se acumula hasta el estallido. Pero la fuerza vital de la resiliencia humana boga contracorriente, sumergida bajo la superficie de tormentas.
La presidencia de Trump surgió como expresión de resentimientos ciegos, conservadurismo acorralado y xenofóbicos prejuicios nacionalistas. Su ajustado triunfo develó la pérdida de dinamismo del proletariado industrial a favor de China, en un sector de votantes que resultó decisivo en el colegio electoral. También reflejó su victoria la fuerza insospechada de una contracorriente racista blanca, resentida con el triunfo de Obama. El vigor de Trump en el sur esclavista tampoco esconde ese siniestro componente. Otra fuente de su logro electoral fue el reaccionario conservadurismo evangélico en regiones poco expuestas a influencias cosmopolitas de la sociedad globalizada. Incesantes avances de una cultura de tolerancia habían acorralado las viejas iglesias y sus dogmas. Ellas vieron en Trump, sí, al odioso, misógino y mentiroso Trump, la tabla de salvación de sus prejuicios. Esas tres grandes corrientes son la base electoral de Trump y explican sus políticas para mantenerlas fieles y alineadas.
Por casi cuatro años, Trump ha dominado las tablas, sembrando cizaña, caos y confusión, tanto afuera como adentro. Sus iniciativas y bravatas son olas de contracultura en todos los escenarios. No ha dejado conquista civilizatoria sin mancha. Hacia afuera minó la globalización, destruyó acuerdos, aceleró el cambio climático, promovió déspotas, alienó aliados y quebrantó alianzas. Hacia adentro fracturó la convivencia, alimentó odio y división, defendió racismo, socavó institucionalidad, se saltó la separación de poderes, neutralizó los sistemas de control, denigró la prensa y fabricó “verdades alternativas”. Así corrompió el honor del partido conservador que renegó sus más caros principios.
Pero siempre hay un pero. Bajo la superficie de esa destrucción de valores, se gestaba la crisálida de un renacimiento. Todas las agresiones al imaginario colectivo no pudieron corromper lo mejor del alma norteamericana. Bajo Trump, la democracia mostró sus más dolorosas debilidades, pero también, el vigor que injerta en los pueblos el ejercicio de las libertades cívicas.
La prensa fue gota incesante de denuncia que terminó calando. Las minorías agredidas defendieron sus derechos y sus voces no pudieron ser enmudecidas. Su punto culminante llegó con el asesinato de George Floyd, asfixiado bajo la rodilla sádica de un policía blanco, que nos remontó, de inmediato, a un pasado esclavista con el que no ha terminado de ajustar cuentas la cultura anglosajona.
Aquel grito de “no puedo respirar” fue expresión literal de la condición política en la que Trump estaba hundiendo a Estados Unidos. Con el clamor de Black Lives Matter, la masiva participación de población blanca en las manifestaciones negras fue el primer pregón de un giro cultural histórico. La designación de Kamala Harris en la papeleta demócrata es el otro.
Kamala surge como expresión de otra revolución cultural. Jamás antes había habido tal número y protagonismo de mujeres en la política. En parte, la acción afirmativa ha nutrido esa cosecha histórica de mujeres con carisma. Pero, más que eso, han sido germinación subterránea de la indignación provocada por este presidente.
Mujer de color, hija de migrantes de Asia y el Caribe, Kamala tiene su pelo lleno de los fragmentos de todos los techos de cristal que ha roto. Es la imagen viva de una historia de superación contra las combinadas desventajas de ser mujer, negra y asiática. Fue la primera mujer negra y asiática electa fiscal del distrito de San Francisco y también la primera Fiscal General de California con esas condiciones. Fue electa senadora también como la primera asiática en ese estrado y la segunda mujer negra. Su carrera la ha convertido en una prestigiosa penalista y una política de garra. Por eso, toda su vida la ha preparado para este trance.
Cuando Biden la propuso en su papeleta, ella le respondió: “Oh, Dios mío, ¡estoy tan preparada para esto!”. Lo está. A fin de cuentas ella es fiscal y estas elecciones son un juicio político contra Donald Trump. El jurado es el pueblo. También está lista como política. Electa como senadora cuando pensaba que iba a ganar Hillary, le ha tocado bregar contra corriente, en una evolución que la ha convertido, al mismo tiempo, en reformista clara de sus objetivos, y en realista de opciones viables en el universo complejo de reconstrucción que heredará de Trump. (Y yo digo: oh my God, we are so ready for that!).
Jamás en la historia reciente ha habido tanta claridad sobre lo que se juega el 3 de noviembre. El 83% de los electores registrados dicen que realmente importa quien gane la presidencia. Trump ha logrado cuestionar los fundamentos mismos no sólo de la institucionalidad sino también de la decencia en el ejercicio público. Por eso, estas elecciones son tanto políticas como éticas. No en vano Kamala advierte que a Trump sólo puede derrotarlo una coalición de conciencia.
La autora es coordinadora del OCEX y catedrática de la UNED.
Artículo publicado en Periódico La Nación, 15 agosto 2020.