POR VELIA GOVAERE -
El brutal asesinato policial de George Floyd desató la mayor indignación colectiva universal desde la guerra de Vietnam. Su agonía quedará en la historia como la gota que colmó el vaso del racismo en la consciencia de la población blanca de Estados Unidos y el mundo. La imagen angustiosa de un negro deliberadamente asfixiado por la policía quedó documentada por transeúntes indignados, que exigían el cese de la tortura. Fueron ocho largos minutos de suplicio criminal, a plena luz y vista pública. El impacto simbólico de su voz agonizante dramatiza con inusitado realismo el grito constante de una comunidad que no termina de sufrir las secuelas de la esclavitud. ¡No puedo respirar! encarna el clamor cotidiano de la población negra. Su denominación políticamente correcta de “afroamericana” apenas esconde el carácter injurioso que en esa cultura tiene el color de una piel. Black is beautiful, decía Muhammad Ali. Esa piel no merece que ningún idioma se avergüence de pronunciar su color.
¿Cómo es posible que a esta altura de nuestra evolución ética se tenga que exigir que “Black Lives Matter”? ¿A quién importan las vidas negras? Obviamente a la misma población que ve perder sus vidas con total desprecio, abandonadas en la pobreza, inatendidas en la enfermedad, olvidadas en las cárceles y cotidianamente asesinadas por la policía. El rostro impertérrito de Derek Chauvin es una apología gráfica de la indiferencia por la vida de un negro. Por eso, aquel grito angustioso de no poder respirar es un reclamo moral a la civilización. Y la humanidad entera, con todos sus colores, está respondiendo a la voz agonizante de George que clamaba por su madre. Ese es el sentido más profundo de los acontecimientos del día. La resonancia de ese grito angustiado despertó a los blancos y fracturó su indiferencia frente al flagrante racismo cultural.
Eso hace toda la diferencia con las luchas por los derechos civiles de los años 60 del siglo pasado. En aquella hora, los incendios en el gueto de Watts de Los Ángeles desataron levantamientos de luchas desesperadas en múltiples rincones olvidados de barriadas negras. De la protesta violenta se pasó a la propuesta pacífica y esa logró transformaciones legislativas contra la discriminación racial. Conquistar derechos civiles para los descendientes de esclavos era el sueño de Martin Luther King. Y mucho se logró, en la letra de la ley. Pero esa lucha quedó trunca en la convivencia. No logró hegemonía cultural en el imaginario colectivo de la población blanca.
Eso está ocurriendo ahora. El signo distintivo de estos tiempos es la participación masiva e indignada de blancos en la reivindicación elemental del respeto a la vida de la población negra. La visión del negro comienza a alcanzar la masa crítica que le permite perder su otredad. Ellos, los otros, se convierten en nosotros. Su dolor y su lucha, en las nuestras. Su vida, en nuestra vida. Son los albores de una impronta cultural afectiva que es indispensable para que una nueva generación asuma un ideal que trascienda el color de la piel y se vuelva simple y llanamente humana.
Esta transformación cultural en la América blanca está ocurriendo a escasos meses de los comicios del 3 de noviembre y tal vez será un elemento decisivo. Trump debió, en parte, su victoria del 2016 al respaldo masivo que tuvo entre la población blanca de baja escolaridad. En ese segmento, Donald alcanzó un 31% más de votación que Hillary. Y los blancos con educación universitaria no se decantaron por Clinton como se esperaba.
Frente al asesinato de Floyd, existe indignación generalizada en toda la población blanca. Esto está teniendo un impacto en las preferencias electorales. Así lo señala Nate Cohn (NYT 9/06/2020), analizando un promedio de las más confiables encuestas recientes. Ahí aparece una notable unificación de criterios, independientemente del nivel educativo. Franjas nunca vistas de la población blanca condenan los agravios racistas y apoyan acciones políticas contra la discriminación. El 70% apoya la protesta popular contra el asesinato de Floyd y el 60% censura la conducta de Trump contra los manifestantes.
Eso indica un posible punto de ruptura cultural que podría tener impacto electoral. En la población blanca de baja escolaridad, Trump ya perdió un 10% de intención de voto. Entre blancos con educación superior, Biden tiene ya una ventaja de 20%. Entre ambos sectores, Trump está perdiendo un terreno que puede ser decisivo, en noviembre.
No todo podrá atribuirse a una reacción frente al asesinato de Floyd. Ya se venía arrastrando un manejo dañino de la pandemia, contracción económica y pérdida de empleos. Todo eso suma. Pero su carencia de empatía frente a la brutalidad policial agudiza, de forma particular, el repudio a la impronta de la presidencia de Trump.
Pero Trump es un brujo capaz de voltear a su favor incluso una repulsa en su contra. Eso está intentando. Disfrazó la protesta por el asesinato de Floyd como si fuera una crisis nacional para darle respuesta manu militari. El ejército se negó a intervenir contra civiles. Pero eso no es toda la lógica de su agitación. Necesita galvanizar su núcleo de apoyo, especialmente en los estados fluctuantes, su decisiva base electoral. Trump hace todo por conservarla. Ahora necesita mantenerla en permanente estado de arrebato. Eso marcará desde ahora su campaña. En ella actuará como demonio incendiario. La histeria colectiva es el instrumento de apoyo de masas que necesita como respaldo a su repudio de las elecciones, si su resultado no le favorece. Fue la táctica de Hitler para disolver la República de Weimar. Esa condición de zozobra no le garantiza impunidad. Se toparía con otra indignación que toma vuelo. Trump se sostiene en un terreno de prejuicios. El vuelco moral de la población blanca lo erosiona. La fractura de ese atavismo cultural blanco negará a sus maniobras el asidero racista que lo llevó a la Casa Blanca.
La autora es coordinadora del OCEX y catedrática de la UNED.
Artículo publicado en Periódico La Nación, 12 junio 2020.