POR VELIA GOVAERE -
Craig Whitlock dijo en el 2019 que en Afganistán la guerra que se libraba era contra la verdad.
«Nada más triste que un titán que llora». El águila estadounidense dejó sus alas rotas en Afganistán. De nuevo, el país que se ufana de encarnar la democracia sufre la humillación de otra derrota. Era inevitable, pero ocurrió con torpeza política inverosímil.
Tal vez no había forma elegante de administrar un fracaso estrepitoso. Es cierto. El caos era ineludible. Los críticos de Biden se unen al rechazo colectivo, alimentado con imágenes del aeropuerto de Kabul, abarrotado con el pánico de los abandonados por sus salvadores. ¡Y en qué suerte quedó esa pobre gente, desertada así en manos del incalificable movimiento talibán!
Dicen, con posible acierto, que la retirada norteamericana pudo haber esperado el terrible invierno afgano, cuando los talibanes buscan abrigo en las montañas. Al gobierno afgano eso quizás le habría dado margen para preparar mejor su defensa. ¡Tal vez! Pero la retirada incluía poner en resguardo a sus respectivos ciudadanos y a los afganos que colaboraron con ellos.
Pero ¿quién dice que la debacle no hubiera ocurrido igual después del invierno? El dilema era el mismo: dejarlos en peligro, como lo hizo, o ponerlos a salvo, desencadenando desmoralización en el gobierno y acicate talibán, porque ese gesto reflejaría escasa confianza en el gobierno afgano. Atenuado o agravado, ese capítulo se cerró.
De toda esta tragedia, sin embargo, ni los recursos invertidos, ni las vidas sacrificadas, ni las aldeas bombardeadas son suficientes para que los Estados Unidos y sus aliados hayan realmente aprendido a no repetir semejante disparate. Eso parecía lección aprendida en Saigón; sin embargo, como se vio, nada se había aprendido.
El poder de «lobby» del emporio de la industria militar desecha yerros, y con el menor pretexto vuelve a su enfermedad interventora crónica. Ya en 1904, cuando Teodoro Roosevelt dijo «I took Panamá», Rubén Darío famosamente replicó: «Crees que… donde pones la bala el porvenir pones. No».
En las postrimerías de esta desventura, abundan las razones de la sinrazón. Todas son válidas y la sumatoria de entuertos nos abre una ventana a la quimera existencial de los niveles decisorios más altos de Estados Unidos. En el 2019, Craig Whitlock dijo que en Afganistán la guerra que se libraba era contra la verdad.
Su libro «The Afghanistan Papers: A Secret History of the War» detalla 20 años de yerros de la intervención militar. Todo fallaba, pero fuera del relato público, fuera de las audiencias de los militares al Congreso. Esa realidad se maquillaba presumiblemente a cada mandatario de turno. Solo así se entiende que, con tanta seguridad, Biden excluyera una desbandada del ejército afgano frente a los talibanes.
En una democracia lo militar debe supeditarse a la autoridad civil. Por eso, no sé si es peor decir que el ejército mentía a las autoridades civiles o que simplemente no tenían idea de dónde estaban parados. Las dos cosas, por contradictorias que parezcan, son posiblemente ciertas.
Así, se deduce de las declaraciones de Douglas Lute, general responsable de la guerra afgana para Bush y Obama, dadas en el 2015 a la organización Special Inspector General for Afghanistan Reconstruction: «No teníamos siquiera una noción básica de Afganistán... no teníamos ni la más remota idea de lo que estábamos haciendo».
Una democracia de papel se desgarra bajo una coalición militar externa, ciega a la cultura local. Se sostenía un gobierno narcotraficante y corrupto hasta el tuétano. El ejército afgano rehusó morir por eso. No era cobardía. No valía la pena. Los logros de derechos humanos y de las mujeres, grandes legados sociales de la invasión, serán posiblemente víctimas de un imaginario confesional milenario que no se puede superar a balazos.
Pero sería fácil y equívoco quedarse endilgando culpas de esta tragedia. Sobran candidatos a chivos expiatorios. Que si malas decisiones militares, que si fallos de inteligencia, que si los afganos no quisieron luchar, que si Obama se dejó llevar por la presión contra su misma suspicacia, que si Trump ya había embarrialado la cancha, que si Biden sabía que no podía confiar tanto en reportes oficiales. Todo eso es verdad, pero la causa de la debacle está en otra parte.
Si la primera intervención militar fue defensiva, atacando al terrorismo de Al Queda en su base territorial, la decisión de quedarse para construir una «democracia» importada por la fuerza responde a un atavismo mesiánico endémico. Es una esquizofrenia política eso de creerse «salvadores» del mundo. El militar puede optimizar sus tácticas y la inteligencia mejorar la comprensión de una cultura. Lo que es muy difícil de abandonar es el evangelismo intolerante hacia lo diferente.
Bien escribía Paul Waldman el 16 de agosto en el «Washington Post»: «Estamos tan convencidos de nuestras propias benévolas intenciones que no entendemos cómo el resto del mundo no nos ve como una fuerza de altruismo y liberación, sino como una hegemonía global que impone su voluntad y mantiene su control, tan a menudo indiferente a la muerte y desintegración que causa».
Ahí está el problema. Mientras eso no cambie y una transformación de humildad cultural no se empodere del imaginario colectivo y se interiorice en la clase política, volverán los Vietnam y volverán los Afganistán. Con nuevas aventuras volverá, hélas, también el llanto y crujir de dientes por vidas sacrificadas en vano. Fue dura la decisión de Biden de salir y ahora se le cobra la debacle. La historia lo absolverá.
Momentos de dolor son momentos de reflexión. Nosotros no debemos sentirnos fuera. Nos concierne dejar de pensar que la fuerza externa puede librar de dictaduras a los pueblos. Ortega y Maduro proyectan una sombra tentadora sobre nuestros propios impulsos interventores. ¡Cuidado! En el setiembre de la patria, no olvidemos que así fue como llegó Walker a Centroamérica.
El daño no puede quedar sin lecciones. Todos debemos asimilar como propia la tragedia afgana. ¡Que no se repita ese desatinado eterno retorno de resolver conflictos humanos «manu militari»!
La autora es coordinadora de OCEX y catedrática de la UNED.
Artículo publicado en Periódico La Nación, 21 agosto 2021.