POR VELIA GOVAERE V. - ACTUALIZADO EL 11 DE AGOSTO DE 2015 A: 12:00 A.M.
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Países menos productivos terminaron sometidos a naciones más competitivas
La Unión Europea jugó un papel estelar en los procesos de pacificación centroamericana y su apoyo fue decisivo en tiempos de nuestro endeudamiento masivo. Somos, por eso, los primeros en apreciar la importancia de una Europa solidaria.
El equilibrio de fuerzas en el mundo también necesita y merece el factor de balance de una Europa unida, relevante y funcional, que defienda la equidad y la cohesión social. Por ello es tan preocupante la persistente crisis de aquel humanismo compasivo que mostró con nosotros y al que parece no poder regresar.
Así lo atestiguan las agresiones financieras que predominan sobre la solidaridad comunitaria o el temor xenofóbico que dicta, cada vez más, la agenda política.
Concentrémonos hoy en lo primero. Ya volveremos a lo segundo.
Las deudas del sur, purulentas con la herida de Grecia, están solo en una pausa angustiante. Nadie cree en los acuerdos que firmó Grecia con sus acreedores. Su letra nació muerta antes de la firma. Tsipras firmó obligado; Schäuble apetece una debacle “aleccionadora”; Lagarde, del FMI, no pondrá ni un cinco en el “rescate” sin un quite que reconozca lo impagable que es la deuda. La crisis sigue.
¿Dónde comenzó esta trágica disfuncionalidad financiera del experimento europeo, por otra parte exitoso?
Gradualidad. Quien mira a Europa, sumida hoy en endémico aprieto, podría olvidar sus grandes horas, cuando siglos de guerras fueron transformados en la más exitosa colaboración política, social y económica de la historia humana. Países ancestralmente antagónicos crearon un sentido de pertenencia solidaria, encaminada, poco a poco, hacia una unión política plena, en una patria, al mismo tiempo común y diversa. Esta es una narrativa ejemplar para zonas del mundo inmersas en confrontaciones de fanatismos sectarios que van a contrapelo de la comunidad cultural que debería unirles.
Los países europeos consiguieron la gigantesca hazaña de la reconciliación. No es poca cosa dejar la inquina atrás. ¡Qué triste olvidar, ahora, esa visión fundacional y volver a tiempos de los diktats de los fuertes, con recetas de hambre contra los débiles!
Pero quizás el secreto inicial de aquel éxito fue la prudente gradualidad de su proceso. Camino atemperado que terminó con el establecimiento intempestivo del euro, en el 2002. Esta decisión preveía un complemento político, pero pusieron la carreta delante de los bueyes. Primero, unión monetaria, solo después, unión política y fiscal.
Ya el euro estaba circulando, cuando, en el 2005, los franceses y los holandeses rechazaron una Constitución Europea encaminada hacia la unión política. Ese frenazo debió servir de campanazo de alerta sobre la supervivencia de una moneda común. Pero estaban en la borrachera inicial del euro, con masivos flujos de capital del norte acreedor hacia el sur que se endeudaba.
Dos Europas. El Tratado de Lisboa entró en vigor en el 2009 y dio personería jurídica a la Unión Europea, con un texto prácticamente igual, pero sin ser una Constitución Política. Apenas un año después, reventó la crisis de las dos Europas: la de los acreedores y la de los deudores.
Una moneda común, sin la cobertura solidaria de una unidad política y el respaldo financiero de una fiscalidad compartida fue un experimento inaudito y probablemente precipitado. Renunciar a una moneda propia es renunciar a aspectos esenciales de la soberanía económica. Se abdica de política monetaria propia y se queda entrampado en redes que escapan al control político soberano.
Los países menos productivos terminaron, así, sometidos al valor monetario de las naciones más competitivas e impedidos para hacer devaluaciones anticíclicas y de inyectar capital para promover la inversión. ¿Qué tal si en el camino, además, los países menos competitivos han llegado a endeudarse hasta el copete con los países más productivos?
Ahora se habla de la necesidad de reformas estructurales para los países endeudados, pero fácilmente se olvida que tener una moneda “extraña” y fuerte es precisamente una ratonera estructural.
Los salarios se establecen en moneda dura y no responden a la fortaleza productiva nacional, sino al valor crecido de la moneda “foránea”. En economías pequeñas y menos productivas, los salarios en moneda de país grande encarecen la producción y la hacen poco competitiva. Igual ocurre al correlativo encarecimiento automático de cargas sociales, de prestaciones de salud, educación y pensiones, en moneda “dura”.
Si no me lo creen, pregúntenle a Argentina, cuando dolarizó su economía y se endeudó al punto de la catástrofe. Pero Argentina tenía soberanía sobre esa decisión y pudo revertirla y echar a andar una política monetaria anticíclica.
Detuvo la convertibilidad paritaria con el dólar, se tomó su tiempo soberano para pagar deudas y salió de la trampa. Grecia no puede hacer eso metida como está en la ratonera del euro.
Lo peor de este panorama es que la moneda común pone decisiones trascendentales de política económica en manos de tecnócratas no elegidos en instituciones que responden a intereses anclados en los países acreedores. Esa es una ratonera antidemocrática. Se esté endeudado o no.
Los gobiernos elegidos democráticamente de países menos pudientes no tienen más remedio que seguir recetas impuestas por la hegemonía de las naciones más fuertes. Si además se está endeudado, estas tecnocracias terminan por convertirse en férreas dictaduras financieras que piensan con mentalidad de acreedores que cobran, y no de compatriotas solidarios que buscan el crecimiento y el empleo.
“Necesitamos más Europa, con unión fiscal y política”, dice Hollande. “Necesitamos una zona euro más coherente y compacta, sin la fragilidad financiera y poco competitiva del sur”, dice Schäuble.
Pero ¿cómo tener una visión solidaria de pertenencia a una Unión Europea con rostro humano mientras se siga dentro de la inescapable ratonera poco democrática de la tecnocracia del euro? Ese camino pasa hoy por Atenas y, por lo pronto, en el impasse la intransigencia reina.
Velia Govaere V. es catedrática de la Uned.